¿Y por qué confié en un extraño que había conocido pocas horas antes en la playa?
A veces creo que estoy en una película y recito las mejores frases de mi guion imaginario.
De nuevo en la gran ciudad, que no es tan grande, aunque quizá sí en vertical. De nuevo ese olor característico a pis y suciedad y droga. De nuevo el leproso de la línea 1 y el camello de la 145 con Amsterdam.
Ahí acabamos sin querer. La línea 1 es perezosa y no siempre para donde debe. De la 96 nos llevó a la 145, aunque esta vez creo que no fue por capricho, sino para hacerme un favor.
Hace tres veranos metía una llave en la cerradura de mi pisito en Harlem, en una calle que es un número (W143), en un pisito que es una ratonera, aunque con más metros cuadrados que cualquier ‘apartamento divertido’ en el centro de Madrid.
Hace dos veranos me acostaba junto a John en una habitación sin ventana de la 47 con Broadway. Por las mañanas estudiaba el máster y por las tardes estudiaba la ciudad.
El verano pasado dormía solita en la 42. Una noche salimos al ‘firescape’ con Moni y charlamos sentadas con las piernas colgando sobre Times Square. Yo me preguntaba cómo podía ser que esta fuera mi cuarta vez en Nueva York, que con 23 años rara vez es necesario volar hasta aquí por trabajo. Y ella asentía con la cabeza, con su visado recién aprobado y su nueva oficina en la Quinta Avenida.
Ahora que es otoño duermo en la 100 con vistas a un Central Park de museo, de Singer Sargent, de verdes, marrones y ocres. Creo que el otoño es la estación de la Nueva York de Woody Allen, y de Modern Love. De todos los finales de todas las películas de amor. Se besan bajo el puente, y luego los créditos. O quizá no hay beso, y uno de los dos se mete en un taxi amarillo mientras el otro se queda parado mirando cómo se aleja el coche, y no se atreve a aceptar la verdad, ni a salir corriendo detrás de él, como en Vidas Pasadas.
En el parque me encuentro con aquella amiga que está en todas partes, la que me absorbe el alma y me desgasta el corazón, porque, ¿cómo no iba a estar en Nueva York por Halloween? Como os dije, es difícil deshacerse de alguien así. También me la encontré en Los Angeles hace dos años, porque ¿cómo no iba a pasar el verano en Malibú? Pero claro, no puedo quejarme demasiado, yo también estaba allí, flotando sentada en una tabla de surf con el cielo más naranja que he visto nunca sobre mi cabeza, con una lata bien fría de ya no recuerdo qué.
En Manhattan Beach conocí a Jake, ya le había visto antes haciendo yoga en la orilla. Era rubio y alto, de ojos azules y pelo largo. Cuando el sol se escondió en el horizonte, salí del agua y se acercó a mí. Qué buena idea has tenido, me dijo, y qué bonito atardecer. Le ofrecí la tabla, aún le quedan varios minutos a este cielo, dije yo. La aceptó sin pensárselo dos veces y remó océano adentro. Las olas del pacífico tienen algo especial, me parecen más elegantes, más sabias. El mediterráneo me da un poco de ansiedad, no tiene mucha paciencia con la orilla, va y vuelve y no te deja tiempo ni para asimilar que ya se ha ido.
Jake volvió al poco rato –empezaba a hacer frío–, trajo sus cosas y se sentó a mi lado tiritando envuelto en una toalla. Notaba el peso de su mirada en la oscuridad, en el silencio. Me voy mañana, le advertí. Y con la sonrisa traviesa de quien ha entendido la pregunta me propuso ir a cenar esa misma noche.
Caminamos juntos de vuelta a casa, vivía en mi calle, un par de casas más arriba. Me acompañó montado en su bicicleta, y yo andaba con la tabla encima de la cabeza. Como en una novela de Nicholas Sparks. Hablamos y hablamos, me enteré de que se había mudado a Los Angeles hacía muy poco, me pidió el número de teléfono. Pero era mi último día en California y ya se me habían acabado los datos del móvil.
Tendrás que pasar a buscarme, me sorprendí diciendo. A veces creo que estoy en una película y recito las mejores frases de mi guion imaginario. En inglés suena mejor, aunque menos real. Así suele ser con todo.
La noche fue muy larga y llena de casualidades. Fuimos a un par de discotecas de esas ‘top’ en el centro, con mi compi de piso y su amigo cantante, como tenía que ser. Luego Jake me trajo de vuelta a casa en su coche.
¿Y por qué confié en un extraño que había conocido pocas horas antes en la playa? Os estaréis preguntando. Porque él estaba aún más aterrado que yo.
Mientras conducía me fijé en que tenía un tatuaje de una cruz en la mano. Aunque la respuesta era bastante obvia, le pregunté qué significaba, ‘for the sake of conversation’. Resulta que se la había pintado con boli antes de salir, que era la primera vez que entraba a una discoteca, tenía miedo de lo que podría encontrar, y quería sentirse protegido.
Era algo mayor que yo. Pero al parecer, habiendo crecido en una familia muy cristiana del Midwest, sus experiencias adolescentes vitales no habían sido satisfechas. Pero sorprendentemente, confió en mí (¿¡en mí!?) para llevarle de noche loca por primera vez. Sonreí y me subí un poco la camiseta, suficiente como para que pudiera ver mi tatuaje en las costillas: una cruz.
A veces las casualidades no son tan aleatorias como pensamos, a veces hay alguien ahí arriba que mueve las fichas a conciencia, que escribe nuestro guion como yo, usando sus mejores frases.
Cuando le conocí, Jake no había salido del país, solo había visitado dos de los estados –donde nació y donde ahora vivía–, y votaba Republicano instintivamente. Hoy en día, Instagram me regala sus fotos a los pies de enormes cascadas en Cuba, en Puerto Rico, en Yosemite y en Yellowstone, y sé que vote a quien vote, ha pensado en ello, y eso ya es suficiente.
Las fichas se mueven. El guion se escribe. La vida sigue, y es maravillosa –si quieres que lo sea–.