Viajar por amor (I): 13 años, 30 grados y un incendio emocional
Puedes nacer amando los viajes, o acabar amando gracias a ellos. En mi caso, no sé qué vino primero.
Recuerdo estar envuelta en llamas en el Lago Pearrygin, al norte del estado de Washington. Recuerdo salir de mi tienda de campaña y ver correr cervatillos indefensos, huyendo del fuego que avanzaba colina abajo hacia nuestro camping. Recuerdo que en ese momento, con trece años, sentí por primera vez que se acababa el mundo. Y no fue porque me encontraba en peligro. Me había enamorado.
Era mi primera vez en Estados Unidos y también mi primer verano con la regla. Cuando lo pienso ahora, el pobre Jack no fue más que otra condición en la serie de factores necesarios para el comienzo de mi pre-adolescencia. El caso es que después de la evacuación volví a casa (no a la mía, sino a la de la familia que conocían mis padres y que generosamente me acogió ese verano en Seattle) con algo nuevo en la cabeza: la idea de querer volver(le a ver).
Jack no era de Seattle, pero pasaba allí los veranos, y no me enteré porque me lo dijo, pues no compartimos más que dos o tres conversaciones temblorosas. Él tenía unos meses menos que yo y yo era española, por lo que (como es bien sabido de nuestra condición) me daba vergüenza mi acento en inglés. En el lago me enseñó a pescar, me subió a una canoa roja de madera quebradiza y me enseñó todos los tipos diferentes de cebo. No sé qué niño de mi edad en España habría hecho algo parecido. En ese momento no me di cuenta de que estaba experimentando la euforia de viajar. Conocer algo nuevo que se siente muy común, un sentimiento que te pide más.
Mi viaje empezó en el camping, quedaba un largo mes por delante y mi curiosidad ya se había encendido, la chispa ya era llama, e irónicamente nos tuvieron que evacuar. Nunca sabré si realmente me enamoré del lugar, de la cultura, o de él, en mi mente todo es lo mismo, aún a día de hoy.
En Washington el paisaje es un juego abstracto de verdes y azules que podría haber sido pintado por cualquier niño en una guardería, con su tiempo caprichoso te regala tormentas dramáticas sobre el lago, de esas en las que buscas a Ryan Gosling por si se le ha perdido un beso. Y a veces se vuelve generoso y comparte contigo un día de sol y brisa marina para que, antes de cenar, puedas abrir la barbacoa de tu backyard mientras tu Golden Retriever juega con las primeras luciérnagas de la tarde. Es una cultura que me fascina, me entretiene como una película, pero a la vez me hace sentir muy presente, y viva.
Dicen que Seattle ha perdido su glamour, algo que las malas lenguas de Estados Unidos traducen como “se ha vuelto demasiado progresista”. Opiniones habrá muy variopintas igual que los estados de su país. Pero hay una cosa que sé a ciencia cierta. Existe una pequeña isla dentro del lago Washington, cerca del centro de Seattle, que es la película de las películas: Mercer Island.
Pasa un niño rubio de mejillas pecosas y coloradas en bicicleta y te lanza el periódico del día. Y sí, lleva una gorra de béisbol. Quizás se llama Caleb, o Kolbe, o Aidan. Todos lo conocen y lo saludan desde el porche envueltos en una larga bata de algodón, con una gran taza de café humeante en la mano.
Recuerdo que esa fue la primera vez que oí hablar del homeschooling. Algunos niños ahí no iban al colegio, se educaban en casa. Sentí mucha pena al pensar que no jugaban a los tazos, ni se intercambiaban cromos, ni se comían bocadillos de la piara en el patio. No le pasaban notitas en clase a la niña o niño que les gustaba en pequeños aviones de papel. No merendaban Cacaolat después de clase. Porque después de clase ellos ya estaban en casa. No caminaban juntos en pandilla, ni se despedían uno a uno al llegar a sus portales.
Poco a poco me fui dando cuenta de lo diferentes que eran nuestras vidas a pesar de lo similares que parecían a primera vista. Aprendí mucho. Y dejar de hacerlo me parecía una pérdida de tiempo. 8 billones de personas en el mundo en casi 200 países diferentes. Millones de historias que escuchar, cientas que contar, miles que compartir. Me enamoré del mundo.
Pero también me enamoré de una persona, que para mí es también todo un mundo. Y a través de él he podido conocer los entresijos de una cultura hecha a medida que ha conseguido embelesarnos a todos. Más de 25 vuelos transatlánticos más tarde… sigo intentando descubrir si el American Dream es realmente solo un sueño, o si puede convertirse en una realidad.
A través de esta nueva sección me gustaría llevaros conmigo para presenciar los mayores clichés americanos de la historia. Desde el 4 de julio hasta la cena de acción de gracias, un musical de Broadway en Nueva York, una noche de karaoke en Korea Town, una tarde de surf en Manhattan Beach, un partido de fútbol americano en el estadio de Notre Dame (con tailgate incluída) y una explicación detallada de cómo jugar a los dardos. Juntos descubriremos si se puede realmente vivir en una película, o si solo existe para ser vista y admirada. ¿Te vienes?
PD: Por cierto, creo que no sé cómo escribirle a 3.000 personas. Me había acostumbrado a escribirle a nadie, a 50 usuarios anónimos, a mi hermana, a mi novio (aunque nunca me lea). Se siente extraño tener algo de atención, aunque sea invisible, silenciosa. Envío un saludo a los nuevos suscriptores, aunque no sé si realmente existen porque en mi pantalla solo veo un número que sube y sube al ritmo de mi frecuencia cardíaca. Es lo que llaman dopamina, esa droga nueva tan peligrosa del siglo XXI. Me he desactivado las notificaciones de la app, espero que lo entendáis. Pero os quiero mucho.
Feliz lunes <3