Perderse y encontrarse en la sombra de los demás
Una vez tuve una (que no "la") amiga perfecta.
Tenía una amiga en el colegio a la que admiraba profundamente. Era alta, rubia, guapa y muy atlética, y desprendía una confianza que nunca antes había visto en ninguna niña de mi edad. Durante toda mi infancia traté de descifrarla. Ante mis ojos, lo tenía todo: la madre moderna, la casa con piscina, la habitación ideal –individual y con casita de muñecas– la ropa de marca, el perro de anuncio de papel higiénico, la abuela joven, el Jeep, el apartamento en la playa, la bolsita de Chips Ahoy o de Estrellitas a la hora del patio –o el bocadillo rebosante de Nutella–, las buenas notas, las infinitas extraescolares…
Yo me preguntaba cómo habría conseguido todo aquello, y deseaba que me lo contase algún día, por eso la mantenía cerca. Y por alguna extraña razón que a día de hoy aún me cuesta comprender, ella me mantenía cerca a mí también.
A mí, con la madre enferma, la casa sin piscina, habitación compartida con la pesada de mi hermana mayor, las dos tortugas malolientes, la abuela arrugada y demenciada, la furgoneta vieja, la ropa heredada, la zanahoria o el huevo duro para almorzar –aunque a veces sí tocaba bocadillo de Nutella, pero la Nutella era algo así como papel de fumar–, los aprobados justos, las extraescolares forzadas –baile y piscina– porque el cuerpo de una señorita se empieza a formar desde la niñez. Pero no me estoy quejando. Sí teníamos apartamento en la playa, y durante un tiempo sucumbimos a la moda del Yorkshire Terrier, llegó la casita de muñecas y nunca suspendí ninguna asignatura. Tampoco murió mi madre. Aunque sí lo hizo mi abuela, un día entre semana bien temprano cuando aún no había salido el sol. Y cuando salió por fin, no la esperó.
Siempre pensé que mi amiga estrella vivía una mejor vida que la mía, pero repito, nunca me quejé, tampoco la envidiaba, simplemente convivía con el conocimiento de que seguramente, antes de irse a dormir, su madre le preparaba un Cola-Cao calentito y se lo llevaba al sofá mientras ella veía Disney Channel o jugaba a la Wii. Por el contrario, antes de irme a dormir, yo me metía en la cama con mi lamparita de pinza anclada a una novela que leía con disimulo por el rabillo del ojo mientras mi hermana me gritaba por no haber ordenado la habitación. Nunca deseé tener la vida de mi amiga, nunca deseé que mi vida fuese diferente. Pero de bien pequeña, era muy consciente de las diferencias que existían entre mis compañeros de clase. Si bien no entendía aún qué papel jugaban, sabía que algún día serían importantes para algo.
Cuando me hice mayor me cambiaron de colegio y dejé de ver a mi amiga. La eché de menos durante unos meses, pero en mi transición hacia la adolescencia otros menesteres llamaron mi atención y acabé olvidándola por completo. Durante los últimos años del instituto, cuando aparecieron las redes sociales, la busqué. Recuerdo que vi a la misma niña en las fotos, alta, rubia, guapa, atlética y siempre rodeada de gente. Reconozco que sí sentí un poco de envidia. Empecé a imaginarme qué habría sido de mí si hubiésemos mantenido el contacto, seguramente yo habría sido más popular, más deportista, más guapa. Eso pensé.
No sé cómo ocurrió pero al empezar la universidad empezamos a llevarnos de nuevo. Habían pasado cinco años, pero en el cuerpo de una adolescente, cinco años son más bien cincuenta y apuesto a que tú también habrías escrito páginas y páginas en tu diario explicando un suceso de apenas quince minutos. Aun así, ante mis ojos, ella no había cambiado, mantenía esa seguridad casi altiva tan especial que hacía que la arrogancia se convirtiera en algo atractivo.
Yo había pasado los últimos años en un colegio católico y empezó a extrañarme ese sentimiento mío de verme seducida por rasgos tan negativos. Rápidamente me di cuenta de que su explosiva carisma se había convertido en un instrumento de manipulación, una herramienta que llevaba desarrollando desde la infancia, un arma infalible que le permitía hacer lo que quisiese, cuando quisiese y junto a quien ella eligiera. Cuando encuentras algo así de poderoso, no quieres deshacerte de ello. Y yo la tenía a ella, que tenía esa arma que hacía que yo misma me sintiese invencible cuando nos juntábamos.
Era adictiva. Aún lo es. Pero como cualquier droga, puede hacer mucho daño e incluso ser fatal. Nos sentábamos en su coche, o en los columpios, y compartíamos nuestros sueños. Ella siempre te incluía en los suyos por lo que asumías que tenían que ser tuyos también. Viajar a Los Ángeles, hacer surf, conducir este coche, esa moto o conocer a aquel actor de aquella película. Ella siempre conseguía todo lo que se proponía, aún no sé exactamente cómo, pero tener los mismos sueños siempre significaba estar más cerca de ellos. Si ella quiere conocer a ese actor, yo también quiero, porque sé que lo haré, es una apuesta segura. ¿Me explico?
Durante un tiempo me creí feliz. Afortunada, incluso exitosa. Nos mudamos de ciudad juntas a un apartamento en el centro, la vida nos sonreía. Empecé a estudiar mi máster y a conocer a gente nueva, empecé un nuevo puesto de trabajo en una empresa de renombre internacional y fui muy valorada por mi equipo. Me invitaban a eventos, viajes y fiestas de todo tipo. Empecé a saborear los frutos de un trabajo bien hecho, la libertad que trae consigo la independencia madura. En ese momento, nuestra amistad empezó a decaer. Al parecer, mi estilo de vida no le parecía suficiente a mi amiga. Pero yo me sentía en mi mejor momento. Me decía: “¿Por qué sigues yendo a esas fiestas aburridas llenas de periodistas? Deberías venirte con mis amigas a tomar algo al Four Seasons”. Siempre eran amigas extranjeras, millonarias, a las que nunca les vi ningún grano en la cara, tampoco tenían nunca el pelo encrespado, incluso en los peores días de lluvia parecían recién salidas de la peluquería, siempre olían bien y cuando pagaban la cuenta no te pedían el bizum. Pero yo no soy ni he sido jamás ese tipo de chica. Yo me planchaba la falda del uniforme cada mañana en una casa oscura y silenciosa en la que todos aún dormían, aparecía en clase con manchas de betún en el polo por haber ido demasiado deprisa con los mocasines y comía huevos duros y zanahorias en el patio del colegio para almorzar.
Explico todo esto porque recientemente me di cuenta de una cosa, y después de leer este texto seguramente os la estaréis imaginando. Durante un tiempo, me convertí en una extensión de mi amiga. No sé si fue algo bueno o malo para mí. Pero cuando lo pienso ahora, me da un poco de miedo.
Si mis estudios, mi carrera, o cualquiera de los pequeños logros que, afortunadamente, me ayudaron a avanzar no hubiesen ido bien, estoy convencida de que seguiría atada a ella, orbitando alrededor de su mundo en un ciclo sin fin, dejando que su felicidad dictara la mía.
Sin darme cuenta, mi vida empezaba a desdibujarse y se fundía con la suya en una extraña simbiosis. Es fácil dejarse llevar cuando alguien te arrastra hacia lo que parece una vida perfecta. Y mi vida podría haber dejado de ser mía, no porque ella me la hubiese arrebatado, sino porque yo misma la habría cedido.
Si mis estudios, mi relación, hubieran sido un fracaso o mi carrera no hubiera despegado, ¿qué habría quedado de mí? Probablemente habría seguido viviendo en esa sombra, aceptando pasivamente que su vida era lo suficientemente brillante para las dos.
Recientemente, gracias a mi nueva condición de velo corrido, a que ahora tenía suficiente valor para hacer las preguntas acertadas, aprendí a través de conversaciones íntimas con familiares que esa amiga mía nunca había sido como yo la había imaginado. Es raro que una niña sin amigos actúe como la persona más popular de la clase, y más raro aún que la crean. Yo me comí su historia con patatas.
Resulta que nunca tuvo más amistades, aparte de la mía, pero yo estaba tan metida en su película que no me di cuenta. Estaba siempre sola, y sus infinitas actividades extraescolares no eran más que deportes en solitario, en los que un adulto le exigía siempre más, y más, y más. La madre moderna rara vez estaba en casa, y la casita de muñecas, aprendí más tarde, era decorativa. La abuela sí era joven, y por tanto, estaba lo suficientemente cuerda como para usar a su única nieta como experimento, y crear una versión de ella misma en miniatura, a su imagen y semejanza. En el colegio todo eran buenas notas, las mejores, porque ella no era tonta, así que, ¿por qué no iban a serlo? Y tanto las Chips Ahoy como las Estrellitas eran tan solo el reflejo del mínimo esfuerzo de unos padres con poco tiempo y mucho dinero. Y la Nutella del bocadillo, la respuesta a la queja de la hija, un medidor de culpa silenciosa de los padres, cuanto más se quejaba la niña, más Nutella le ponían a su bocadillo. Su casa perfecta resultó ser intocable, como el decorado de una película o la exposición de un museo, una casa impoluta de revista, de esas en las que parece que no vive nadie. Porque si bien es cierto que hay personas que duermen dentro, nadie podría decir que “eso es vida”.
Por lo que, sí, la vida perfecta de la niña resultó ser una no-vida. Y a estas alturas no podría deciros quién ha vivido más, pero sí sé quién tiene el potencial para vivir mejor.
Spoiler: yo.
Posdata: Si tienes cerca a alguien como mi amiga, aléjate. Y házselo saber, no pierdes nada por intentarlo, créeme. Ojalá te lo pueda agradecer algún día.